LO QUE NOS PIDAS...HAREMOS

LO QUE NOS PIDAS HAREMOS

MINISTERIO CATÓLICO MISIONERO DE EVANGELIZACIÓN



LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS 



 "Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia

entera encomienda a os enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie

y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo; y contribuir,

así, al bien del Pueblo de Dios" (LG 11). 



I FUNDAMENTOS EN LA ECONOMÍA DE LA SALVACIÓN 


La enfermedad en la vida humana 


 La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves

que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia,

sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte. 



 La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso

a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es.

Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno

a él. 


El enfermo ante Dios 


 El hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios se lamenta

por su enfermedad (Cf. Sal 38) y de él, que es el Señor de la vida y de la muerte, implora

la curación (Cf. Sal 6,3; Is 38). La enfermedad se convierte en camino de conversión

(Cf. Sal 38,5; 39,9.12) y el perdón de Dios inaugura la curación

(Cf. Sal 32,5; 107,20; Mc 2,5-12). Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal; y que la fidelidad a Dios, según su Ley, devuelve la vida: "Yo, el Señor, soy el que te sana" (Ex 15,26). El profeta entreve que el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los demás (Cf. Is 53,11). Finalmente, Isaías 
anuncia que Dios hará venir un tiempo para Sión en que perdonará toda falta y curará toda enfermedad (Cf. Is 33,24).  



Cristo, médico 


 La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes

de toda clase (Cf. Mt 4,24) son un signo maravilloso de que "Dios ha visitado a su pueblo"

(Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados (Cf. Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma

y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan (Mc 2,17). Su compasión hacia todos

los que sufren llega hasta identificarse con ellos: "Estuve enfermo y me visitasteis"

(Mt 25,36). Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo

de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren

en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar

a los que sufren. 



A menudo Jesús pide a los enfermos que crean (Cf. Mc 5,34.36; 9,23). Se sirve de signos

para curar: saliva e imposición de manos (Cf. Mc 7,32-36; 8, 22-25), barro y ablución

(Cf. Jn 9,6s). Los enfermos tratan de tocarlo (Cf. Mc 1,41; 3,10; 6,56) "pues salía de él

una fuerza que los curaba a todos" (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa "tocándonos" para sanarnos. 



 Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que

hace suyas sus miserias: "Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades"

(Mt 8,17; Cf. Is 53,4). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida

del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado

y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal

(Cf. Is 53,4-6) y quitó el "pecado del mundo" (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino

una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo

al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con él y nos une a su pasión redentora. 



“Sanad a los enfermos...” 


Cristo invita a sus discípulos a seguirle tomando a su vez su cruz (Cf. Mt 10,38).

Siguiéndole adquieren una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos.

Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar de su ministerio de compasión

y de curación: "Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban

a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban" (Mc 6,12-13). 
1507 El Señor resucitado renueva este envío ("En mi nombre... impondrán las manos

sobre los enfermos y se pondrán bien"; Mc 16,17-18) y lo confirma con los signos

que la Iglesia realiza invocando su nombre (Cf. Hch 9,34; 14,3). Estos signos manifiestan

de una manera especial que Jesús es verdaderamente "Dios que salva" (Cf. Mt 1,21; Hch 4,12). 



 El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación (Cf. 1 Co 12,9.28.30)

para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera

las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas las enfermedades.

Así S. Pablo aprende del Señor que "mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta

en la flaqueza" (2 Co 12,9), y que los sufrimientos que tengo que padecer, tienen

como sentido lo siguiente: "completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones

de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24). 



 "¡Sanad a los enfermos!" (Mt 10,8). La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta

realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos como

por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante

de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente

a través de los sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna

(Cf. Jn 6,54.58) y cuya conexión con la salud corporal insinúa S. Pablo (Cf. 1 Co 11,30). 



 No obstante la Iglesia apostólica tuvo un rito propio en favor de los enfermos, atestiguado

por Santiago: "Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia,

que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará

al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán

perdonados" (St 5,14-15). La Tradición ha reconocido en este rito uno de los siete

sacramentos de la Iglesia (Cf. DS 216; 1324-1325; 1695-1696; 1716-1717). 



Un sacramento de los enfermos 


La Iglesia cree y confiesa que, entre los siete sacramentos, existe un sacramento

especialmente destinado a reconfortar a los atribulados por la enfermedad:

la Unción de los enfermos: 
Esta unción santa de los enfermos fue instituida por Cristo nuestro Señor como

un sacramento del Nuevo Testamento, verdadero y propiamente dicho, insinuado

por Mc (Cf. Mc 6,13), y recomendado a los fieles y promulgado por Santiago, apóstol

y hermano del Señor [Cf. St 5,14-15] (Cc. de Trento: DS 1695). 



 En la tradición litúrgica, tanto en Oriente como en Occidente, se poseen desde la antigüedad testimonios de unciones de enfermos practicadas con aceite bendito. En el transcurso

de los siglos, la Unción de los enfermos fue conferida, cada vez más exclusivamente,

a los que estaban a punto de morir. A causa de esto, había recibido el nombre

de "Extremaunción". A pesar de esta evolución, la liturgia nunca dejó de orar al Señor

a fin de que el enfermo pudiera recobrar su salud si así convenía a su salvación (Cf. DS 1696). 



La Constitución apostólica "Sacram Unctionem Infirmorum" del 30 de Noviembre de 1972,

de conformidad con el Concilio Vaticano II (Cf. SC 73) estableció que, en adelante,

en el rito romano, se observara lo que sigue: 
El sacramento de la Unción de los enfermos se administra a los gravemente enfermos ungiéndolos en la frente y en las manos con aceite de oliva debidamente bendecido o,

según las circunstancias, con otro aceite de plantas, 
y pronunciando una sola vez estas palabras: "per istam sanctam unctionem et suam

piissimam misericordiam adiuvet te Dominus gratia spiritus sancti ut a peccatis liberatum

te salvet atque propitius allevet" ("Por esta santa Unción, y por su bondadosa misericordia

te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados,

te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad", Cf. ? CIC, can. 847,1). 




II QUIÉN RECIBE Y QUIÉN ADMINISTRA

ESTE SACRAMENTO 



En caso de grave enfermedad... 


La unción de los enfermos "no es un sacramento sólo para aquellos que están a punto de morir. Por eso, se considera tiempo oportuno para recibirlo cuando el fiel empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez" (SC 73; Cf. ? CIC, can. 1004,1; ? 1005; ? 1007; CCEO, can. 738). 



Si un enfermo que recibió la unción recupera la salud, puede, en caso de nueva enfermedad

grave, recibir de nuevo este sacramento. En el curso de la misma enfermedad, el sacramento puede ser reiterado si la enfermedad se agrava. Es apropiado recibir la Unción de los enfermos antes de una operación importante. Y esto mismo puede aplicarse a las personas de edad avanzada cuyas fuerzas se debilitan. 



"...llame a los presbíteros de la Iglesia" 


Solo los sacerdotes (obispos y presbíteros) son ministros de la unción de los enfermos

(Cf. Cc. de Trento: DS 1697; 1719; ? CIC, can. 1003; CCEO. can. 739,1). Es deber de los pastores instruir a los fieles sobre los beneficios de este sacramento. Los fieles deben animar

a los enfermos a llamar al sacerdote para recibir este sacramento. Y que los enfermos

se preparen para recibirlo en buenas disposiciones, con la ayuda de su pastor y de toda

la comunidad eclesial a la cual se invita a acompañar muy especialmente a los enfermos

con sus oraciones y sus atenciones fraternas. 





III LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO 


 Como en todos los sacramentos, la unción de los enfermos se celebra de forma litúrgica

y comunitaria (Cf. SC 27), que tiene lugar en familia, en el hospital o en la iglesia,

para un solo enfermo o para un grupo de enfermos. Es muy conveniente que se celebre

dentro de la Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor. Si las circunstancias lo permiten,

la celebración del sacramento puede ir precedida del sacramento de la Penitencia y seguida

del sacramento de la Eucaristía. En cuanto sacramento de la Pascua de Cristo, la Eucaristía debería ser siempre el último sacramento de la peregrinación terrenal, el "viático"

para el "paso" a la vida eterna. 



 Palabra y sacramento forman un todo inseparable. La Liturgia de la Palabra, precedida

de un acto de penitencia, abre la celebración. Las palabras de Cristo y el testimonio

de los apóstoles suscitan la fe del enfermo y de la comunidad para pedir al Señor

la fuerza de su Espíritu. 



 La celebración del sacramento comprende principalmente estos elementos:

"los presbíteros de la Iglesia" (St 5,14) imponen -en silencio - las manos a los enfermos;

oran por los enfermos en la fe de la Iglesia (Cf. St 5,15); es la epíclesis propia

de este sacramento; luego ungen al enfermo con óleo bendecido, si es posible, por el obispo. 
Estas acciones litúrgicas indican la gracia que este sacramento confiere a los enfermos. 




IV EFECTOS DE LA CELEBRACIÓN DE ESTE SACRAMENTO 


 Un don particular del Espíritu Santo. La gracia primera de este sacramento es una gracia

de consuelo, de paz y de ánimo para vencer las dificultades propias del estado de enfermedad grave o de la fragilidad de la vejez. Esta gracia es un don del Espíritu Santo que renueva

la confianza y la fe en Dios y fortalece contra las tentaciones del maligno, especialmente

tentación de desaliento y de angustia ante la muerte (Cf. Hb 2,15). Esta asistencia del Señor

por la fuerza de su Espíritu quiere conducir al enfermo a la curación del alma, pero también

a la del cuerpo, si tal es la voluntad de Dios (Cf. Cc. de Florencia: DS 1325). Además, "si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (St 5,15; Cf. Cc. de Trento: DS 1717). 



 La unión a la Pasión de Cristo. Por la gracia de este sacramento, el enfermo recibe la fuerza

y el don de unirse más íntimamente a la Pasión de Cristo: en cierta manera es consagrado

para dar fruto por su configuración con la Pasión redentora del Salvador. El sufrimiento,

secuela del pecado original, recibe un sentido nuevo, viene a ser participación

en la obra salvífica de Jesús. 



Una gracia eclesial. Los enfermos que reciben este sacramento, "uniéndose libremente

a la pasión y muerte de Cristo, contribuyen al bien del Pueblo de Dios" (LG 11).

Cuando celebra este sacramento, la Iglesia, en la comunión de los santos, intercede

por el bien del enfermo. Y el enfermo, a su vez, por la gracia de este sacramento, contribuye

a la santificación de la Iglesia y al bien de todos los hombres por los que la Iglesia

sufre y se ofrece, por Cristo, a Dios Padre. 



 Una preparación para el último tránsito. Si el sacramento de la unción de los enfermos

es concedido a todos los que sufren enfermedades y dolencias graves, lo es con mayor razón

"a los que están a punto de salir de esta vida" ("in exitu viae constituti";

Cc. de Trento: DS 1698), de manera que se la llamado también "sacramentum exeuntium" ("sacramento de los que parten", Ibíd.). La Unción de los enfermos acaba de conformarnos

con la muerte y a la resurrección de Cristo, como el Bautismo había comenzado

a hacerlo. Es la última de las sagradas unciones que jalonan toda la vida cristiana;

la del Bautismo había sellado en nosotros la vida nueva; la de la Confirmación

nos había fortalecido para el combate de esta vida. Esta última unción ofrece al término

de nuestra vida terrena un sólido puente levadizo para entrar en la Casa del Padre

defendiéndose en los últimos combates (Cf. Ibíd.: DS 1694). 




V EL VIÁTICO, ÚLTIMO SACRAMENTO DEL CRISTIANO 


A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos,

la Eucaristía como viático. Recibida en este momento del paso hacia el Padre,

la Comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene una significación y una importancia particulares. Es semilla de vida eterna y poder de resurrección, según las palabras

del Señor: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré

el último día" (Jn 6,54). Puesto que es sacramento de Cristo muerto y resucitado,

la Eucaristía es aquí sacramento del paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre

(Jn 13,1). 

Así, como los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía constituyen

una unidad llamada "los sacramentos de la iniciación cristiana", se puede decir

que la Penitencia, la Santa Unción y la Eucaristía, en cuanto viático, constituyen, cuando

la vida cristiana toca a su fin, "los sacramentos que preparan para entrar en la Patria"

o los sacramentos que cierran la peregrinación. 
















































CAPÍTULO TERCERO 


LOS SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD 



 El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los sacramentos de la iniciación cristiana. Fundamentan la vocación común de todos los discípulos de Cristo, que es vocación

a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo. Confieren las gracias necesarias para vivir según el Espíritu en esta vida de peregrinos en marcha hacia la patria. 


 Otros dos sacramentos, el Orden y el Matrimonio, están ordenados a la salvación

de los demás. Contribuyen ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hacen mediante

el servicio que prestan a los demás. Confieren una misión particular en la Iglesia y sirven

a la edificación del Pueblo de Dios. 



En estos sacramentos, los que fueron ya consagrados por el Bautismo y la Confirmación

(LG 10) para el sacerdocio común de todos los fieles, pueden recibir consagraciones

particulares. Los que reciben el sacramento del orden son consagrados para "en el nombre

de Cristo ser los pastores de la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios" (LG 11).

Por su parte, "los cónyuges cristianos, son fortificados y como consagrados para los deberes

y dignidad de su estado por este sacramento especial" (GS 48,2). 




EL SACRAMENTO DEL ORDEN 



 El Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles

sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el sacramento

del ministerio apostólico. Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado

y el diaconado.




I EL NOMBRE DE SACRAMENTO DEL ORDEN 


 La palabra Orden designaba, en la antigüedad romana, cuerpos constituidos en sentido civil, sobre todo el cuerpo de los que gobiernan. Ordinatio designa la integración en un ordo.

En la Iglesia hay cuerpos constituidos que la Tradición, no sin fundamentos en la Sagrada Escritura (Cf. Hb 5,6; 7,11; Sal 110,4), llama desde los tiempos antiguos con el nombre

de taxeis (en griego), de ordines (en latín): así la liturgia habla del ordo episcoporum,

del ordo presbyterorum, del ordo diaconorum. También reciben este nombre de ordo

otros grupos: los catecúmenos, las vírgenes, los esposos, las viudas... 


 La integración en uno de estos cuerpos de la Iglesia se hacía por un rito llamado ordinatio,

acto religioso y litúrgico que era una consagración, una bendición o un sacramento.

Hoy la palabra ordinatio está reservada al acto sacramental que incorpora al orden

de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos y que va más allá de una simple elección, designación, delegación o institución por la comunidad, pues confiere un don del Espíritu

Santo que permite ejercer un "poder sagrado" (sacra potestas; Cf. LG 10) que sólo puede

venir de Cristo, a través de su Iglesia. La ordenación también es llamada consecratio

porque es un "poner a parte" y un "investir" por Cristo mismo para su Iglesia.

La imposición de manos del obispo, con la oración consecratoria, constituye el signo visible

de esta consagración. 




II EL SACRAMENTO DEL ORDEN EN LA ECONOMÍA

DE LA SALVACIÓN 



El sacerdocio de la Antigua Alianza 


 El pueblo elegido fue constituido por Dios como "un reino de sacerdotes y una nación consagrada" (Ex 19,6; Cf. Is 61,6). Pero dentro del pueblo de Israel, Dios escogió

una de las doce tribus, la de Leví, para el servicio litúrgico (Cf. Nm 1,48-53); Dios mismo

es la parte de su herencia (Cf. Jos 13,33). Un rito propio consagró los orígenes

del sacerdocio de la Antigua Alianza (Cf. Ex 29,1-30; Lv 8). En ella los sacerdotes fueron establecidos "para intervenir en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios

para ofrecer dones y sacrificios por los pecados" (Hb 5,1). 



 Instituido para anunciar la palabra de Dios (Cf. Ml 2,7-9) y para restablecer la comunión

con Dios mediante los sacrificios y la oración, este sacerdocio de la Antigua Alianza,

sin embargo, era incapaz de realizar la salvación, por lo cual tenía necesidad de repetir

sin cesar los sacrificios, y no podía alcanzar una santificación definitiva

(Cf. Hb 5,3; 7,27; 10,1-4), que sólo podría alcanzada por el sacrificio de Cristo. 



 No obstante, la liturgia de la Iglesia ve en el sacerdocio de Aarón y en el servicio de los levitas,

así como en la institución de los setenta "ancianos" (Cf. Nm 11,24-25), prefiguraciones

del ministerio ordenado de la Nueva Alianza. Por ello, en el rito latino la Iglesia se dirige

a Dios en la oración consecratoria de la ordenación de los obispos de la siguiente manera: 
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo... has establecido las reglas de la Iglesia:

elegiste desde el principio un pueblo santo, descendiente de Abraham, y le diste reyes

y sacerdotes que cuidaran del servicio de tu santuario... 



 En la ordenación de presbíteros, la Iglesia ora: 
Señor, Padre Santo... en la Antigua Alianza se fueron perfeccionando a través

de los signos santos los grados del sacerdocio... cuando a los sumos sacerdotes, elegidos

para regir el pueblo, les diste compañeros de menor orden y dignidad, para que les ayudaran como colaboradores... multiplicaste el espíritu de Moisés, comunicándolo a 
los setenta varones prudentes con los cuales gobernó fácilmente un pueblo numeroso.

Así también transmitiste a los hijos de Aarón la abundante plenitud otorgada a su padre. 



Y en la oración consecratoria para la ordenación de diáconos, la Iglesia confiesa: 
Dios Todopoderoso... tú haces crecer a la Iglesia... la edificas como templo de tu gloria...

así estableciste que hubiera tres órdenes de ministros para tu servicio, del mismo modo

que en la Antigua Alianza habías elegido a los hijos de Leví para que sirvieran al templo,

y, como herencia, poseyeran una bendición eterna. 



El único sacerdocio de Cristo 


 Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento

en Cristo Jesús, "único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tm 2,5). Melquisedec,

"sacerdote del Altísimo" (Gn 14,18), es considerado por la Tradición cristiana como

una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único "Sumo Sacerdote según el orden

de Melquisedec" (Hb 5,10; 6,20), "santo, inocente, inmaculado" (Hb 7,26), que,

"mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados"

(Hb 10,14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz.  



El sacrificio redentor de Cristo es único, realizado una vez por todas. Y por esto se hace

presente en el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Lo mismo acontece con el único sacerdocio

de Cristo: se hace presente por el sacerdocio ministerial sin que con ello se quebrante

la unicidad del sacerdocio de Cristo: "Et ideo solus Christus est verus sacerdos, alii autem

ministri eius" ("Y por eso sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros suyos", S. Tomás de A. Hebr. VII, 4). 



Dos modos de participar en el único sacerdocio de Cristo 


Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia "un Reino de sacerdotes

para su Dios y Padre" (Ap 1,6; Cf. Ap 5,9-10; 1 P 2,5.9). Toda la comunidad de los creyentes

es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey.

Por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación los fieles son "consagrados para ser...

un sacerdocio santo" (LG 10) 



El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio

común de todos los fieles, "aunque su diferencia es esencial y no sólo en grado,

están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo" (LG 10). ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles

se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de caridad,

vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común,

en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios

por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden. 



In persona Christi Capitis... 


 En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor,

Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa "in persona Christi Capitis" (Cf. LG 10; 28; SC 33; CD 11; PO 2,6): 
El ministro posee en verdad el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. Si, ciertamente,

aquel es asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración sacerdotal recibida, goza

de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo a quien representa (virtute ac persona ipsius Christi) (Pío XII, enc. Mediator Dei) 
"Christus est fons totius sacerdotii; nan sacerdos legalis erat figura ipsius, sacerdos autem

novae legis in persona ipsius operatur" ("Cristo es la fuente de todo sacerdocio,

pues el sacerdote de la antigua ley era figura de ÉL, y el sacerdote de la nueva ley actúa

en representación suya" (S. Tomás de A., s.th. 3, 22, 4). 



 Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros,

la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad

de los creyentes. Según la bella expresión de San Ignacio de Antioquía, el obispo es typos

tou Patros, es imagen viva de Dios Padre (Trall. 3,1; Cf. Magn. 6,1). 



Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese

exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir del pecado.

No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza

del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo

que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos

otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre

el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia. 



Este sacerdocio es ministerial. "Esta Función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo,

es un verdadero servicio" (LG 24). Está enteramente referido a Cristo y a los hombres.

Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor

de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica

"un poder sagrado", que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe,

por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor

de todos (Cf. Mc 10,43-45; 1 P 5,3). "El Señor dijo claramente que la atención prestada

a su rebaño era prueba de amor a él" (S. Juan Crisóstomo, sac. 2,4; Cf. Jn 21,15-17). 



“En nombre de toda la Iglesia” 


El sacerdocio ministerial no tiene solamente por tarea representar a Cristo

–Cabeza de la Iglesia– ante la asamblea de los fieles, actúa también en nombre

de toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia (Cf. SC 33) y sobre todo

cuando ofrece el sacrificio eucarístico (Cf. LG 10). 



"En nombre de toda la Iglesia", expresión que no quiere decir que los sacerdotes sean

los delegados de la comunidad. La oración y la ofrenda de la Iglesia son inseparables

de la oración y la ofrenda de Cristo, su Cabeza. Se trata siempre del culto de Cristo en y por

su Iglesia. Es toda la Iglesia, cuerpo de Cristo, la que ora y se ofrece, per ipsum et cum ipso

et in ipso, en la unidad del Espíritu Santo, a Dios Padre. Todo el cuerpo, caput et membra,

ora y se ofrece, y por eso quienes, en este cuerpo, son específicamente sus ministros,

son llamados ministros no sólo de Cristo, sino también de la Iglesia. El sacerdocio

ministerial puede representar a la Iglesia porque representa a Cristo. 




III LOS TRES GRADOS DEL SACRAMENTO DEL ORDEN 


 "El ministerio eclesiástico, instituido por Dios, está ejercido en diversos órdenes que ya

desde antiguo reciben los nombres de obispos, presbíteros y diáconos" (LG 28).

La doctrina católica, expresada en la liturgia, el magisterio y la práctica constante

de la Iglesia, reconocen que existen dos grados de participación ministerial en el sacerdocio

de Cristo: el episcopado y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a servirles. Por eso, el término "sacerdos" designa, en el uso actual, a los obispos y a los presbíteros,

pero no a los diáconos. Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados

de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado)

son los tres conferidos por un acto sacramental llamado "ordenación", es decir,

por el sacramento del Orden: 
Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo,

que es imagen del Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea

de los apóstoles: sin ellos no se puede hablar de Iglesia (S. Ignacio de Antioquía, Trall. 3,1) 



La ordenación episcopal, plenitud del sacramento del Orden 


"Entre los diversos ministerios que existen en la Iglesia, ocupa el primer lugar el ministerio

de los obispos que, que a través de una sucesión que se remonta hasta el principio,

son los transmisores de la semilla apostólica" (LG 20). 



"Para realizar estas funciones tan sublimes, los Apóstoles se vieron enriquecidos por Cristo

con la venida especial del Espíritu Santo que descendió sobre ellos. Ellos mismos comunicaron

a sus colaboradores, mediante la imposición de las manos, el don espiritual que

se ha transmitido hasta nosotros en la consagración de los obispos" (LG 21). 



 El Concilio Vaticano II "enseña que por la consagración episcopal se recibe la plenitud

del sacramento del Orden. De hecho se le llama, tanto en la liturgia de la Iglesia como

en los Santos Padres, `sumo sacerdocio” o `cumbre del ministerio sagrado”" (Ibíd.). 



 "La consagración episcopal confiere, junto con la función de santificar, también las funciones

de enseñar y gobernar... En efecto... por la imposición de las manos y por las palabras

de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y queda marcado con el carácter sagrado. En consecuencia, los obispos, de manera eminente y visible, hacen las veces

del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y actúan en su nombre (in eius persona agant)" (Ibíd.). "El Espíritu Santo que han recibido ha hecho de los obispos los verdaderos

y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores" (CD 2). 



 "Uno queda constituido miembro del Colegio episcopal en virtud de la consagración episcopal

y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio" (LG 22).

El carácter y la naturaleza colegial del orden episcopal se manifiestan, entre otras cosas,

en la antigua práctica de la Iglesia que quiere que para la consagración de un nuevo obispo participen varios obispos (Cf. Ibíd.). Para la ordenación legítima de un obispo se requiere

hoy una intervención especial del Obispo de Roma por razón de su cualidad de vínculo

supremo visible de la comunión de las Iglesias particulares en la Iglesia una y de garante

de libertad de la misma. 



 Cada obispo tiene, como vicario de Cristo, el oficio pastoral de la Iglesia particular

que le ha sido confiada, pero al mismo tiempo tiene colegialmente con todos sus hermanos

en el episcopado la solicitud de todas las Iglesias: "Mas si todo obispo es propio solamente

de la porción de grey confiada a sus cuidados, su cualidad de legítimo sucesor de los apóstoles

por institución divina, le hace solidariamente responsable de la misión apostólica de la Iglesia" (Pío XII, Enc. Fidei donum, 11; Cf. LG 23; CD 4,36-37; AG 5.6.38). 



Todo lo que se ha dicho explica por qué la Eucaristía celebrada por el obispo tiene una significación muy especial como expresión de la Iglesia reunida en torno al altar bajo la presidencia de quien representa visiblemente a Cristo, Buen Pastor y Cabeza de su Iglesia (Cf. SC 41; LG 26). 




La ordenación de los presbíteros - cooperadores de los obispos 


 "Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo, hizo a los obispos partícipes

de su misma consagración y misión por medio de los Apóstoles de los cuales son sucesores.

Estos han confiado legítimamente la función de su ministerio en diversos grados a diversos sujetos en la Iglesia" (LG 28). "La función ministerial de los obispos, en grado subordinado,

fue encomendada a los presbíteros para que, constituidos en el orden del presbiterado,

fueran los colaboradores del Orden episcopal para realizar adecuadamente la misión

apostólica confiada por Cristo" (PO 2). 



 "El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad con la que el propio Cristo construye, santifica y gobierna su Cuerpo. Por eso el sacerdocio

de los presbíteros supone ciertamente los sacramentos de la iniciación cristiana. Se confiere,

sin embargo, por aquel sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu Santo,

marca a los sacerdotes con un carácter especial. Así quedan identificados con Cristo Sacerdote,

de tal manera que puedan actuar como representantes de Cristo Cabeza" (PO 2). 



 "Los presbíteros, aunque no tengan la plenitud del sacerdocio y dependan de los obispos

en el ejercicio de sus poderes, sin embargo están unidos a éstos en el honor del sacerdocio

y, en virtud del sacramento del Orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes

de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28),

para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino" (LG 28). 



 En virtud del sacramento del Orden, los presbíteros participan de la universalidad

de la misión confiada por Cristo a los apóstoles. El don espiritual que recibieron

en la ordenación los prepara, no para una misión limitada y restringida, "sino para

una misión amplísima y universal de salvación `hasta los extremos del mundo”

" (PO 10), "dispuestos a predicar el evangelio por todas partes" (OT 20). 



 "Su verdadera función sagrada la ejercen sobre todo en el culto o en la comunión eucarística.

En ella, actuando en la persona de Cristo y proclamando su Misterio, unen la ofrenda

de los fieles al sacrificio de su Cabeza; actualizan y aplican en el sacrificio de la misa, hasta

la venida del Señor, el único Sacrificio de la Nueva Alianza: el de Cristo, que se ofrece

al Padre de una vez para siempre como hostia inmaculada" (LG 28). De este sacrificio único,

saca su fuerza todo su ministerio sacerdotal (Cf. PO 2). 



 "Los presbíteros, como colaboradores diligentes de los obispos y ayuda e instrumento suyos, llamados para servir al Pueblo de Dios, forman con su obispo un único presbiterio, dedicado

a diversas tareas. En cada una de las comunidades locales de fieles hacen presente de alguna manera a su obispo, al que están unidos con confianza y magnanimidad; participan

en sus funciones y preocupaciones y las llevan a la práctica cada día" (LG 28).

Los presbíteros sólo pueden ejercer su ministerio en dependencia del obispo y en comunión

con él. La promesa de obediencia que hacen al obispo en el momento de la ordenación

y el beso de paz del obispo al fin de la liturgia de la ordenación significa que el obispo

los considera como sus colaboradores, sus hijos, sus hermanos y sus amigos y que

a su vez ellos le deben amor y obediencia. 



 "Los presbíteros, instituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, están unidos

todos entre sí por la íntima fraternidad del sacramento. Forman un único presbiterio especialmente en la diócesis a cuyo servicio se dedican bajo la dirección de su obispo"

(PO 8). La unidad del presbiterio encuentra una expresión litúrgica en la costumbre

de que los presbíteros impongan a su vez las manos, después del obispo, durante el rito

de la ordenación. 



La ordenación de los diáconos, “en orden al ministerio” 


 "En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, a los que se les imponen

las “para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio”" (LG 29; Cf. CD 15).

En la ordenación al diaconado, sólo el obispo impone las manos, significando así que

el diácono está especialmente vinculado al obispo en las tareas de su "diaconía"

(Cf. S. Hipólito, trad. ap. 8). 

 Los diáconos participan de una manera especial en la misión y la gracia de Cristo

(Cf. LG 41; AA 16). El sacramento del Orden los marco con un sello (carácter) que nadie

puede hacer desaparecer y que los configura con Cristo que se hizo "diácono", es decir,

el servidor de todos (Cf. Mc 10,45; Lc 22,27; S. Policarpo, Ep 5,2). Corresponde a los diáconos, entre otras cosas, asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, asistir a la celebración

del matrimonio y bendecirlo, proclamar el evangelio y predicar, presidir las exequias

y entregarse a los diversos servicios de la caridad (Cf. LG 29; Cf. SC 35,4; AG 16). 



 Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia latina ha restablecido el diaconado "como un grado particular dentro de la jerarquía" (LG 29), mientras que las Iglesias de Oriente lo habían mantenido siempre. Este diaconado permanente, que puede ser conferido a hombres casados, constituye un enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia. En efecto, es apropiado

y útil que hombres que realizan en la Iglesia un ministerio verdaderamente diaconal,

ya en la vida litúrgica y pastoral, ya en las obras sociales y caritativas, "sean fortalecidos

por la imposición de las manos transmitida ya desde los Apóstoles y se unan más

estrechamente al servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia su ministerio

por la gracia sacramental del diaconado" (AG 16). 



IV LA CELEBRACIÓN DE ESTE SACRAMENTO 


 La celebración de la ordenación de un obispo, de presbíteros o de diáconos, por su importancia para la vida de la Iglesia particular, exige el mayor concurso posible de fieles. Tendrá lugar preferentemente el domingo y en la catedral, con una solemnidad adaptada a las circunstancias. Las tres ordenaciones, del obispo, del presbítero y del diácono, tienen el mismo dinamismo.

El lugar propio de su celebración es dentro de la Eucaristía. 



 El rito esencial del sacramento del Orden está constituido, para los tres grados,

por la imposición de manos del obispo sobre la cabeza del ordenando así como por

una oración consecratoria específica que pide a Dios la efusión del Espíritu Santo

y de sus dones apropiados al ministerio para el cual el candidato es ordenado

(Cf. Pío XII, const. ap. Sacramentum Ordinis, DS 3858). 



 Como en todos los sacramentos, ritos complementarios rodean la celebración. Estos varían notablemente en las distintas tradiciones litúrgicas, pero tienen en común la expresión

de múltiples aspectos de la gracia sacramental. Así, en el rito latino, los ritos iniciales

- la presentación y elección del ordenando, la alocución del obispo, el interrogatorio

del ordenando, las letanías de los santos - ponen de relieve que la elección del candidato

se hace conforme al uso de la Iglesia y preparan el acto solemne de la consagración;

después de ésta varios ritos vienen a expresar y completar de manera simbólica el misterio

que se ha realizado: para el obispo y el presbítero la unción con el santo crisma, signo

de la unción especial del Espíritu Santo que hace fecundo su ministerio; la entrega del libro

de los evangelios, del anillo, de la mitra y del báculo al obispo en señal de su misión

apostólica de anuncio de la palabra de Dios, de su fidelidad a la Iglesia, esposa de Cristo,

de su cargo de pastor del rebaño del Señor; entrega al presbítero de la patena y del cáliz,

"la ofrenda del pueblo santo" que es llamado a presentar a Dios; la entrega del libro

de los evangelios al diácono que acaba de recibir la misión de anunciar el evangelio de Cristo. 



  
V EL MINISTRO DE ESTE SACRAMENTO 


 Fue Cristo quien eligió a los apóstoles y les hizo partícipes de su misión y su autoridad.

Elevado a la derecha del Padre, no abandona a su rebaño, sino que lo guarda por medio

de los apóstoles bajo su constante protección y lo dirige también mediante estos mismos

pastores que continúan hoy su obra (Cf. MR, Prefacio de Apóstoles). Por tanto, es Cristo

"quien da" a unos el ser apóstoles, a otros pastores (Cf. Ef 4,11). Sigue actuando por medio

de los obispos (Cf. LG 21). 



 Dado que el sacramento del Orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde

a los obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles, transmitir "el don espiritual"

(LG 21), "la semilla apostólica" (LG 20). Los obispos válidamente ordenados, es decir,

que están en la línea de la sucesión apostólica, confieren válidamente los tres grados

del sacramento del Orden (Cf. DS 794 y 802; ? CIC, can. 1012; CCEO, can. 744; 747). 




VI QUIÉN PUEDE RECIBIR ESTE SACRAMENTO 


"Sólo el varón (“vir”) bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación" (? CIC, can 1024).

El Señor Jesús eligió a hombres (“viri”) para formar el colegio de los doce apóstoles

(Cf. Mc 3,14-19; Lc 6,12-16), y los apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron

a sus colaboradores (1 Tm 3,1-13; 2 Tm 1,6; Tt 1,5-9) que les sucederían en su tarea

(S. Clemente Romano Cor, 42,4; 44,3). El colegio de los obispos, con quienes los presbíteros

están unidos en el sacerdocio, hace presente y actualiza hasta el retorno de Cristo el colegio

de los Doce. La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del Señor. Esta es la razón

por la que las mujeres no reciben la ordenación (Cf. Juan Pablo II, MD 26-27; CDF decl.

"Inter insigniores": AAs 69 [1977] 98-116). 



Nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden. En efecto, nadie se arroga

para sí mismo este oficio. Al sacramento se es llamado por Dios (Cf. Hb 5,4). Quien cree reconocer las señales de la llamada de Dios al ministerio ordenado, debe someter

humildemente su deseo a la autoridad de la Iglesia a la que corresponde la responsabilidad

y el derecho de llamar a recibir este sacramento. Como toda gracia, el sacramento sólo puede

ser recibido como un don inmerecido. 



 Todos los ministros ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes,

son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen

la voluntad de guardar el celibato "por el Reino de los cielos" (Mt 19,12). Llamados

a consagrarse totalmente al Señor y a sus "cosas" (Cf. 1 Co 7,32), se entregan enteramente

a Dios y a los hombres. El celibato es un signo de esta vida nueva al servicio de la cual

es consagrado el ministro de la Iglesia; aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de Dios (Cf. PO 16). 



 En las Iglesias Orientales, desde hace siglos está en vigor una disciplina distinta:

mientras los obispos son elegidos únicamente entre los célibes, hombres casados pueden ser ordenados diáconos y presbíteros. Esta práctica es considerada como legítima desde 

tiempos remotos; estos presbíteros ejercen un ministerio fructuoso en el seno

de sus comunidades (Cf. PO 16). Por otra parte, el celibato de los presbíteros goza

de gran honor en las Iglesias Orientales, y son numerosos los presbíteros que lo escogen libremente por el Reino de Dios. En Oriente como en Occidente, quien recibe el sacramento

del Orden no puede contraer matrimonio. 




VII LOS EFECTOS DEL SACRAMENTO DEL ORDEN 


El carácter indeleble 


Este sacramento configura con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin

de servir de instrumento de Cristo en favor de su Iglesia. Por la ordenación recibe

la capacidad de actuar como representante de Cristo, Cabeza de la Iglesia, en su triple función

de sacerdote, profeta y rey. 



 Como en el caso del Bautismo y de la Confirmación, esta participación en la misión de Cristo

es concedida de una vez para siempre. El sacramento del Orden confiere también un carácter espiritual indeleble y no puede ser reiterado ni ser conferido para un tiempo determinado

(Cf. Cc. de Trento: DS 1767; LG 21.28.29; PO 2). 



 Un sujeto válidamente ordenado puede ciertamente, por causas graves, ser liberado

de las obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación, o se le puede impedir ejercerlas (Cf. ? CIC, can. 290-293; ? 1336,1, nn 3 y 5; ? 1338,2), pero no puede convertirse de nuevo

en laico en sentido estricto (Cf. CC. de Trento: DS 1774) porque el carácter impreso

por la ordenación es para siempre. La vocación y la misión recibidas el día de su ordenación,

lo marcan de manera permanente. 


 Puesto que en último término es Cristo quien actúa y realiza la salvación a través

del ministro ordenado, la indignidad de éste no impide a Cristo actuar (Cf. Cc. de Trento:

DS 1612; 1154). S. Agustín lo dice con firmeza: 
En cuanto al ministro orgulloso, hay que colocarlo con el diablo. Sin embargo, el don de Cristo

no por ello es profanado: lo que llega a través de él conserva su pureza, lo que pasa por él permanece limpio y llega a la tierra fértil... En efecto, la virtud espiritual del sacramento

es semejante a la luz: los que deben ser iluminados la reciben en su pureza y, si atraviesa

seres manchados, no se mancha (Ev. Ioa. 5, 15). 



La gracia del Espíritu Santo 


 La gracia del Espíritu Santo propia de este sacramento es la de ser configurado con Cristo Sacerdote, Maestro y Pastor, de quien el ordenado es constituido ministro. 



 Para el obispo, es en primer lugar una gracia de fortaleza ("El Espíritu de soberanía":

Oración de consagración del obispo en el rito latino): la de guiar y defender con fuerza

y prudencia a su Iglesia como padre y pastor, con amor gratuito para todos y con predilección

por los pobres, los enfermos y los necesitados (Cf. CD 13 y 16). Esta gracia le impulsa

a anunciar el evangelio a todos, a ser el modelo de su rebaño, a precederlo en el camino

de la santificación identificándose en la Eucaristía con Cristo Sacerdote y Víctima,

sin miedo a dar la vida por sus ovejas: 
Concede, Padre que conoces los corazones, a tu siervo que has elegido para el episcopado,

que apaciente tu santo rebaño y que ejerza ante ti el supremo sacerdocio sin reproche sirviéndote noche y día; que haga sin cesar propicio tu rostro y que ofrezca los dones de tu santa Iglesia,

que en virtud del espíritu del supremo sacerdocio tenga poder de perdonar los pecados según

tu mandamiento, que distribuya las tareas siguiendo tu orden y que desate de toda atadura

en virtud del poder que tú diste a los apóstoles; que te agrade por su dulzura y su corazón puro, ofreciéndote un perfume agradable por tu Hijo Jesucristo... (S. Hipólito, Trad. Ap. 3). 



 El don espiritual que confiere la ordenación presbiteral está expresado en esta oración

propia del rito bizantino. El obispo, imponiendo la mano, dice: 
Señor, llena del don del Espíritu Santo al que te has dignado elevar al grado del sacerdocio

para que sea digno de presentarse sin reproche ante tu altar, de anunciar el evangelio

de tu Reino, de realizar el ministerio de tu palabra de verdad, de ofrecerte dones y sacrificios espirituales, de renovar tu pueblo mediante el baño de la regeneración; de manera que vaya

al encuentro de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, tu Hijo único, el día de su segunda venida, y reciba de tu inmensa bondad la recompensa de una fiel administración de su orden (Euchologion). 



 En cuanto a los diáconos, "fortalecidos, en efecto, con la gracia del sacramento, en comunión

con el obispo y sus presbíteros, están al servicio del Pueblo de Dios en el ministerio

de la liturgia, de la palabra y de la caridad" (LG 29). 



Ante la grandeza de la gracia y del oficio sacerdotales, los santos doctores sintieron la urgente llamada a la conversión con el fin de corresponder mediante toda su vida a aquel de quien

el sacramento los constituye ministros. Así, S. Gregorio Nazianceno, siendo joven sacerdote, exclama: 
Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido

para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle

a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia

(Or. 2, 71). Sé de quién somos ministros, donde nos encontramos y adonde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza (Ibíd. 74)

(Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es) el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece (en ella) la imagen (de Dios),

la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en él,

es divinizado y diviniza (Ibíd. 73). 
Y el santo Cura de Ars dice: "El sacerdote continúa la obra de redención en la tierra"...

"Si se comprendiese bien al sacerdote en la tierra se moriría no de pavor sino de amor"...

"El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús".

























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MINISTERIO CATOLICO MISIONERO DE EVANGELIZACION 

​​



​EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO 



 "La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio

de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges

y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor

a la dignidad de sacramento entre bautizados" (? CIC, can. 1055,1) 



I EL MATRIMONIO EN EL PLAN DE DIOS 


 La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer

a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra con la visión de las "bodas del Cordero"

(Ap 19,7.9). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su "misterio",

de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado

y de su renovación "en el Señor" (1 Co 7,39) todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza

de Cristo y de la Iglesia (Cf. Ef 5,31-32).


 
El matrimonio en el orden de la creación 


 "La íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias, se establece sobre la alianza del matrimonio... un vínculo sagrado... no depende

del arbitrio humano. El mismo Dios es el autor del matrimonio" (GS 48,1).

La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer,

según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente

humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos

en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades

no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanente. A pesar de que la dignidad

de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad (Cf. GS 47,2), existe

en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. "La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar" (GS 47,1). 



 Dios que ha creado al hombre por amor lo ha llamado también al amor, vocación fundamental

e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios

(Gn 1,2), que es Amor (Cf. 1 Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor

mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama

al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (Cf. Gn 1,31). Y este amor

que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado

de la creación. "Y los bendijo Dios y les dijo: "Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra

y sometedla”" (Gn 1,28). 



 La Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro:

"No es bueno que el hombre esté solo". La mujer, "carne de su carne", su igual, la criatura

más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como una "auxilio", representando

así a Dios que es nuestro "auxilio" (Cf. Sal 121,2). "Por eso deja el hombre a su padre

y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Cf. Gn 2,18-25). Que esto significa

una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue

"en el principio", el plan del Creador: "De manera que ya no son dos sino una sola carne"

(Mt 19,6). 



El matrimonio bajo la esclavitud del pecado 


 Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal.

Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer.

En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia,

el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir

hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos

aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos,

pero siempre aparece como algo de carácter universal. 



 Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza

del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado.

El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura

de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas

por agravios recíprocos (Cf. Gn 3,12); su atractivo mutuo, don propio del creador

(Cf. Gn 2,22), se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia (Cf. Gn 3,16b);

la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter

la tierra (Cf. Gn 1,28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar

el pan (Cf. Gn 3,16-19). 



 Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado.

Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia

que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (Cf. Gn 3,21). Sin esta ayuda,

el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual

Dios los creó "al comienzo".  



El matrimonio bajo la pedagogía de la antigua Ley 


 En su misericordia, Dios no abandonó al hombre pecador. Las penas que son consecuencia

del pecado, "los dolores del parto" (Gn 3,16), el trabajo "con el sudor de tu frente" (Gn 3,19), constituyen también remedios que limitan los daños del pecado. Tras la caída, el matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre s í mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí. 



 La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se desarrolló

bajo la pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de los patriarcas y de los reyes

no es todavía prohibida de una manera explícita. No obstante, la Ley dada por Moisés

se orienta a proteger a la mujer contra un dominio arbitrario del hombre, aunque ella

lleve también, según la palabra del Señor, las huellas de "la dureza del corazón"

de la persona humana, razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer

(Cf. Mt 19,8; Dt 24,1). 



Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo

y fiel (Cf. Os 1 -3; Is 54.62; Jr 2 -3. 31; Ez 16,62;23), los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad

del matrimonio (Cf. Mal 2,13-17). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores

del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradición

ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano,

en cuanto que éste es reflejo del amor de Dios, amor "fuerte como la muerte" que

"las grandes aguas no pueden anegar" (Ct 8,6-7). 



El matrimonio en el Señor 


 La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera

con toda la humanidad salvada por él (Cf. GS 22), preparando así "las bodas del cordero"

(Ap 19,7.9). 


En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo -a petición de su Madre-

con ocasión de un banquete de boda (Cf. Jn 2,1-11). La Iglesia concede una gran importancia

 a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad

del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz

de la presencia de Cristo. 



 En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre

y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés,

de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (Cf. Mt 19,8);

la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció:

"lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mt 19,6). 



 Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (Cf. Mt 19,10). Sin embargo, 
Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada

(Cf. Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden

inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir

el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando

a s í mismos, tomando sobre s í sus cruces (Cf. Mt 8,34), los esposos podrán "comprender"

(Cf. Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo.

Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente

de toda la vida cristiana. 


 Es lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: "Maridos, amad a vuestras mujeres

como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5,25-26),

y añadiendo enseguida: "`Por es o dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá

a su mujer, y los dos se harán una sola carne”. Gran misterio es éste, lo digo respecto

a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,31-32). 



 Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia.

Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo,

como el baño de bodas (Cf. Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía.

El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza

de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio

entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza

(Cf. DS 1800; ? CIC, can. 1055,2). 



La virginidad por el Reino de Dios 


Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos

los demás vínculos, familiares o sociales (Cf. Lc 14,26; Mc 10,28-31). Desde los comienzos

de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio

para seguir al Cordero dondequiera que vaya (Cf. Ap 14,4), para ocuparse de las cosas

del Señor, para tratar de agradarle (Cf. 1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo

que viene (Cf. Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida

del que Él es el modelo: 
Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres,

y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda

entender, que entienda (Mt 19,12). 


 La virginidad por el Reino de los Cielos es un desarrollo de la gracia bautismal,

un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera

de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad

que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (Cf. 1 Co 7,31; Mc 12,25). 



Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios,

vienen del Señor mismo. Es él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable

para vivirlos conforme a su voluntad (Cf. Mt 19,3-12). La estima de la virginidad por el Reino

(Cf. LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables

y se apoyan mutuamente: 
Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo es realzar

a la vez la admiración que corresponde a la virginidad... (S. Juan Crisóstomo,

virg. 10,1; Cf. FC, 16). 




II LA CELEBRACIÓN DEL MATRIMONIO 


 En el rito latino, la celebración del matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (Cf. SC 61). En la Eucaristía se realiza el memorial

de la Nueva Alianza, en la que Cristo se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada

por la que se entregó (Cf. LG 6). Es, pues, conveniente que los esposos sellen su consentimiento

en darse el uno al otro mediante la ofrenda de sus propias vidas, uniéndose a la ofrenda

de Cristo por su Iglesia, hecha presente en el sacrificio eucarístico, y recibiendo la Eucaristía,

para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la misma Sangre de Cristo, "formen un solo cuerpo" en Cristo (Cf. 1 Co 10,17). 



 "En cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración del matrimonio...

debe ser por sí misma válida, digna y fructuosa" (FC 67). Por tanto, conviene que los futuros esposos se dispongan a la celebración de su matrimonio recibiendo el sacramento

de la penitencia. 


 Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando

su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio.

En las tradiciones de las Iglesias orientales, los sacerdotes –Obispos o presbíteros–

son testigos del recíproco consentimiento expresado por los esposos (Cf. CCEO, can. 817),

pero también su bendición es necesaria para la validez del sacramento (Cf. CCEO, can. 828). 
1624 Las diversas liturgias son ricas en oraciones de bendición y de epíclesis pidiendo

a Dios su gracia y la bendición sobre la nueva pareja, especialmente sobre la esposa.

En la epíclesis de este sacramento los esposos reciben el Espíritu Santo como Comunión

de amor de Cristo y de la Iglesia (Cf. Ef 5,32). El Espíritu Santo es el sello de la alianza

de los esposos, la fuente siempre generosa de su amor, la fuerza con que se renovará

su fidelidad. 



III EL CONSENTIMIENTO MATRIMONIAL 


 Los protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres

para contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento.

"Ser libre" quiere decir: 
— no obrar por coacción;  — no estar impedido por una ley natural o eclesiástica. 
1626 La Iglesia considera el intercambio de los consentimientos entre los esposos

como el elemento indispensable "que hace el matrimonio" ( ? CIC, can. 1057,1).

Si el consentimiento falta, no hay matrimonio. 



 El consentimiento consiste en "un acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente" (GS 48,1; Cf. ? CIC, can. 1057,2): "Yo te recibo como esposa" - "Yo te recibo

como esposo" (OcM 45). Este consentimiento que une a los esposos entre sí, encuentra

su plenitud en el hecho de que los dos "vienen a ser una sola carne" (Cf. Gn 2,24;

Mc 10,8; Ef 5,31). 



 El consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre

de violencia o de temor grave externo (Cf. ? CIC, can. 1103). Ningún poder humano

puede reemplazar este consentimiento ( ? CIC, can. 1057, 1). Si esta libertad falta,

el matrimonio es inválido. 



 Por esta razón (o por otras razones que hacen nulo e inválido el matrimonio; Cf. ? CIC,

can. 1095-1107), la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal eclesiástico competente, puede declarar "la nulidad del matrimonio", es decir, que el matrimonio no ha existido.

En este caso, los contrayentes quedan libres para casarse, aunque deben cumplir

las obligaciones naturales nacidas de una unión precedente (Cf. ? CIC, can. 1071). 



 El sacerdote ( o el diácono) que asiste a la celebración del matrimonio, recibe

el consentimiento de los esposos en nombre de la Iglesia y da la bendición de la Iglesia.

La presencia del ministro de la Iglesia (y también de los testigos) expresa visiblemente

que el matrimonio es una realidad eclesial. 



Por esta razón, la Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica

de la celebración del matrimonio (Cf. Cc. de Trento: DS 1813-1816; ? CIC, can. 1108).

Varias razones concurren para explicar esta determinación: 
— El matrimonio sacramental es un acto litúrgico. Por tanto, es conveniente

que sea celebrado en la liturgia pública de la Iglesia. 
— El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y deberes en la Iglesia

entre los esposos y para con los hijos. 
— Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso que exista

certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos). 
— El carácter público del consentimiento protege el "Sí" una vez dado y ayuda

a permanecer fiel a él. 



Para que el "Sí" de los esposos sea un acto libre y responsable, y para que la alianza

matrimonial tenga fundamentos humanos y cristianos sólidos y estables, la preparación

para el matrimonio es de primera importancia: 
El ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por las familias son el camino

privilegiado de esta preparación. 
El papel de los pastores y de la comunidad cristiana como "familia de Dios" es indispensable

para la transmisión de los valores humanos y cristianos del matrimonio y de la familia

(Cf. ? CIC, can. 1063), y esto con mayor razón en nuestra época en la que muchos jóvenes

conocen la experiencia de hogares rotos que ya no aseguran suficientemente esta iniciación: 
Los jóvenes deben ser instruidos adecuada y oportunamente sobre la dignidad, dignidad,

tareas y ejercicio del amor conyugal, sobre todo en el seno de la misma familia, para que,

educados en el cultivo de la castidad, puedan pasar, a la edad conveniente, de un honesto

noviazgo vivido al matrimonio (GS 49,3). 



Matrimonios mixtos y disparidad de culto 


 En numerosos países, la situación del matrimonio mixto (entre católico y bautizado

no católico) se presenta con bastante frecuencia. Exige una atención particular

de los cónyuges y de los pastores. El caso de matrimonios con disparidad de culto

(entre católico y no bautizado) exige una aún mayor atención.


 
 La diferencia de confesión entre los cónyuges no constituye un obstáculo insuperable

para el matrimonio, cuando llegan a poner en común lo que cada uno de ellos ha recibido

en su comunidad, y a aprender el uno del otro el modo como cada uno vive su fidelidad a Cristo. Pero las dificultades de los matrimonios mixtos no deben tampoco ser subestimadas.

Se deben al hecho de que la separación de los cristianos no se ha superado todavía.

Los esposos corren el peligro de vivir en el seno de su hogar el drama de la desunión

de los cristianos. La disparidad de culto puede agravar aún más estas dificultades.

Divergencias en la fe, en la concepción misma del matrimonio, pero también mentalidades religiosas distintas pueden constituir una fuente de tensiones en el matrimonio,

principalmente a propósito de la educación de los hijos. Una tentación que puede

presentarse entonces es la indiferencia religiosa. 



 Según el derecho vigente en la Iglesia latina, un matrimonio mixto necesita, para su licitud,

el permiso expreso de la autoridad eclesiástica (Cf. ? CIC, can. 1124). En caso de disparidad

de culto se requiere una dispensa expresa del impedimento para la validez del matrimonio

(Cf. ? CIC, can. 1086). Este permiso o esta dispensa supone que ambas partes conozcan

y no excluyan los fines y las propiedades esenciales del matrimonio; además, que la parte

católica confirme los compromisos –también haciéndolos conocer a la parte no católica

– de conservar la propia fe y de asegurar el Bautismo y la educación de los hijos

en la Iglesia Católica (Cf. ? CIC, can. 1125). 



En muchas regiones, gracias al diálogo ecuménico, las comunidades cristianas interesadas

han podido llevar a cabo una pastoral común para los matrimonios mixtos. Su objetivo

es ayudar a estas parejas a vivir su situación particular a la luz de la fe. Debe también

ayudarles a superar las tensiones entre las obligaciones de los cónyuges, el uno con el otro,

y con sus comunidades eclesiales. Debe alentar el desarrollo de lo que les es común en la fe,

y el respeto de lo que los separa. 



 En los matrimonios con disparidad de culto, el esposo católico tiene una tarea particular:

"Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no 
creyente queda santificada por el marido creyente" ( 1 Co 7,14). Es un gran gozo para el cónyuge cristiano y para la Iglesia el que esta "santificación" conduzca a la conversión libre

del otro cónyuge a la fe cristiana (Cf. 1 Co 7,16). El amor conyugal sincero, la práctica humilde

y paciente de las virtudes familiares, y la oración perseverante pueden preparar al cónyuge

no creyente a recibir la gracia de la conversión. 




IV LOS EFECTOS DEL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO 


 "Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo

por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos

y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad

de su estado" (? CIC, can. 1134). 



El vínculo matrimonial 


El consentimiento por el que los esposos se dan y se reciben mutuamente es sellado

por el mismo Dios (Cf. Mc 10,9). De su alianza "nace una institución estable por ordenación

divina, también ante la sociedad" (GS 48,1). La alianza de los esposos está integrada

en la alianza de Dios con los hombres: "el auténtico amor conyugal es asumido

en el amor divino" (GS 48,2). 



 Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que

resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio

es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios.

La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina

(Cf. ? CIC, can. 1141). 



La gracia del sacramento del matrimonio 


"En su modo y estado de vida, (los cónyuges cristianos) tienen su carisma propio

en el Pueblo de Dios" (LG 11). Esta gracia propia del sacramento del matrimonio

está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble.

Por medio de esta gracia "se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial

conyugal y en la acogida y educación de los hijos" (LG 11; Cf. LG 41). 



Cristo es la fuente de esta gracia. "Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo salió

al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador

de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio,

sale al encuentro de los esposos cristianos" (GS 48,2). Permanece con ellos, les da la fuerza

de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente,

de llevar unos las cargas de los otros (Cf. Ga 6,2), de estar "sometidos unos a otros en el temor

de Cristo" (Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En las alegrías

de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas

del Cordero: 
¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha

del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición?

Los ángeles lo proclaman, el Padre celestial lo ratifica... ¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio!

Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa,

ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne.

Donde la carne es una, también es uno el espíritu (Tertuliano, ux. 2,9; Cf. FC 13).  




V LOS BIENES Y LAS EXIGENCIAS DEL AMOR CONYUGAL 


 "El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona -reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración

del espíritu y de la voluntad -; mira una unidad profundamente personal que, más allá

de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma;

exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a fecundidad. En una palabra: se trata de características normales de todo amor conyugal natural,

pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva

hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos" (FC 13).


 
Unidad e indisolubilidad del matrimonio

 
El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad

de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: "De manera que ya

no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6; Cf. Gn 2,24). "Están llamados a crecer

continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial

de la recíproca donación total" (FC 19). Esta comunión humana es confirmada, purificada

y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del matrimonio.

Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común. 



 "La unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad personal

que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno amor" (GS 49,2).

La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor conyugal

que es único y exclusivo. 



La fidelidad del amor conyugal 


 El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable.

Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos.

El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero.

"Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, como el bien de los hijos

exigen la fidelidad de los cónyuges y urgen su indisoluble unidad" (GS 48,1). 



 Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia.

Por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar

esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido

nuevo y más profundo. 



 Puede parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser humano.

Por ello es tanto más importante anunciar la buena nueva de que Dios nos ama con un amor definitivo e irrevocable, de que los esposos participan de este amor, que les conforta

y mantiene, y de que por su fidelidad se convierten en testigos del amor fiel de Dios.

Los esposos que, con la gracia de Dios, dan este testimonio, con frecuencia en condiciones muy difíciles, merecen la gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial (Cf. FC 20). 



 Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física

de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante

de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor

solución sería, si es posible, la reconciliación. La comunidad cristiana está llamada

a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo

de su matrimonio que permanece indisoluble (Cf. FC; 83; ? CIC, can. 1151-1155). 



 Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según

las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia mantiene,

por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien repudie a su mujer y se case con otra,

comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro,

comete adulterio": Mc 10,11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión,

si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen

en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden

acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón

no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante

el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan

de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan

a vivir en total continencia. 



 Respecto a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan la fe

y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad deben

dar prueba de una atenta solicitud, a fin de aquellos no se consideren como separados

de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben participar en cuanto bautizados: 
Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la misa,

a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas

de la comunidad en favor de la justicia, a educar sus hijos en la fe cristiana, a cultivar

el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia

de Dios (FC 84).


 
La apertura a la fecundidad 


 "Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados

como su culminación" (GS 48,1): 
Los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien

de sus mismos padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2,18),

y que hizo desde el principio al hombre, varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle

cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gn 1,28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal

y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines

del matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar

con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece

su propia familia cada día más (GS 50,1). 



 La fecundidad del amor conyugal se extiende a los frutos de la vida moral, espiritual

y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la educación.

Los padres son los principales y primeros educadores de sus hijos (Cf. GE 3). En este sentido,

la tarea fundamental del matrimonio y de la familia es estar al servicio de la vida (Cf. FC 28). 
1654 Sin embargo, los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar

una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente. Su matrimonio puede

irradiar una fecundidad de caridad, de acogida y de sacrificio.



 
VI LA IGLESIA DOMÉSTICA 


 Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no es otra cosa que la "familia de Dios". Desde sus orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que, "con toda su casa", habían llegado a ser creyentes (Cf. Hch 18,8).

Cuando se convertían deseaban también que se salvase "toda su casa" (Cf. Hch 16,31 y 11,14).

Estas familias convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no creyente. 



En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora.

Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, "Ecclesia domestica" (LG 11; Cf. FC 21). En el seno de la familia, "los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal

de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada" (LG 11). 



 Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia,

de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, "en la recepción

de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa,

con la renuncia y el amor que se traduce en obras" (LG 10). El hogar es así la primera escuela

de vida cristiana y "escuela del más rico humanismo" (GS 52,1). Aquí se aprende la paciencia

y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo

el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de su vida. 



 Es preciso recordar asimismo a un gran número de personas que permanecen solteras

a causa de las concretas condiciones en que deben vivir, a menudo sin haberlo querido

ellas mismas. Estas personas se encuentran particularmente cercanas al corazón de Jesús;

y, por ello, merecen afecto y solicitud diligentes de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de ellas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de condiciones

de pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu de las bienaventuranzas

sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las puertas

de los hogares, "iglesias domésticas" y las puertas de la gran familia que es la Iglesia.

"Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente

para cuantos están `fatigados y agobiados” (Mt 11,28)" (FC 85). 









































AMO MI IGLESIA CATÓLICA 


​​​       SOS-SOPLO DE SANTIDAD

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​​




       A DONDE MANDES IREMOS . . .


A A DONDE MANDES...IREMOS

SOS-SOPLO DE SANTIDAD

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LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN 


Por los sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo.

Ahora bien, esta vida la llevamos en "vasos de barro" (2 Co 4,7). Actualmente está todavía "escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Nos hallamos aún en "nuestra morada terrena"

(2 Co 5,1), sometida al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Esta vida nueva de hijo de Dios puede ser debilitada

e incluso perdida por el pecado. 



El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió

la salud del cuerpo (Cf. Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia continuase, en la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación

y de salvación, incluso  en sus propios miembros.

Este es finalidad de los dos sacramentos de curación:

del sacramento de la Penitencia y de la Unción de los enfermos. 




EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA


Y DE LA RECONCILIACIÓN 



 "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen

de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian  con la Iglesia,

a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve

a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones" (LG 11).  


  
I EL NOMBRE DE ESTE SACRAMENTO 


 Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada 
de Jesús a la conversión

(Cf. Mc 1,15), la vuelta al Padre (Cf. Lc 15,18) del que el hombre

se había alejado por el pecado.  
Se denomina sacramento de la Penitencia porque consagra

un proceso personal y eclesial de conversión,

de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.


 
Es llamado sacramento de la confesión porque la declaración

o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote,

es un elemento esencial de este sacramento.

En un sentido profundo este sacramento es también una "confesión", reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios

y de su misericordia para con el hombre pecador.  

Se le llama sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote,Dios concede al penitente

"el perdón y la paz" (OP, fórmula de la absolución).  

Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga

al pecador el amor de Dios que reconcilia: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso

de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor:

"Ve primero a reconciliarte con tu hermano" (Mt 5,24). 



II POR QUÉ UN SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN


DESPUÉS DEL BAUTISMO 


 "Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre 
del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta

de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los

sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquél que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol S. Juan dice también: "Si decimos: `no tenemos pecado”, nos engañamos

y la verdad no está en nosotros"

(1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo

de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá

a nuestros pecados.  



 La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo,

el don del Espíritu Santo,el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho "santos

e inmaculados ante él" (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa

de Cristo, es "santa e inmaculada ante él" (Ef 5,27).

Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana

no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza

humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados

a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (Cf. DS 1515).

Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad

y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos

(Cf. DS 1545; LG 40).

 
  
III LA CONVERSIÓN DE LOS BAUTIZADOS 


Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino:

"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15).

En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que

no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo

es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo

(Cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación,

es decir, la remisiónde todos los pecados y el don de la vida nueva. 


 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que "recibe

en su propio seno a los pecadores" y que siendo "santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8).

Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana.

Es el movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído

y movido por la gracia (Cf. Jn 6,44; 12,32) a responder

al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero

(Cf. 1 Jn 4,10).  



De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro.

La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca

las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor

hacia él (Cf. Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria.

Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!" (Ap 2,5.16).  
S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que,

en la Iglesia, "existen el agua

y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas

de la Penitencia" (Ep. 41,12). 



IV LA PENITENCIA INTERIOR 


 Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y

a la penitencia no mira,en primer lugar, a las obras exteriores "el saco y la ceniza", los ayunos y las mortificaciones,

sino a la conversión del corazón, la penitencia interior.

Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles

y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa

a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles,

gestos y obras de penitencia

(Cf. Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).  



 La penitencia interior es una reorientación radical de toda

la vida, un retorno,una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión

del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia

divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables

que los Padres llamaron "animi cruciatus"

(aflicción del espíritu), "compunctio cordis" (arrepentimiento del corazón)

(Cf. Cc. de Trento: DS 16761678; 1705; Catech. R. 2, 5, 4).  



1432 El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso

que Dios dé al hombre un corazón nuevo (Cf. Ez 36,26-27).

La conversión es primeramente una obra de la gracia

de Dios que hace volver a él nuestros corazones:

"Conviértenos, Señor, y nos convertiremos"

(Lc 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar

de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado

y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando

al que nuestros pecados traspasaron (Cf. Jn 19,37; Za 12,10).  

Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo

entero la gracia del arrepentimiento (S. Clem. Rom. Cor 7,4).  



Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo

en lo referente al pecado" (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo

no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (Cf. Jn 15,26) que da al corazón del hombre  la gracia del arrepentimiento

y de la conversión (Cf. Hch 2,36-38; Juan Pablo II, DeV 27-48).  




V DIVERSAS FORMAS DE PENITENCIA


EN LA VIDA CRISTIANA 


La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones

muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo

en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna  (Cf. Tb 12,8;

Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo,

con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados,

los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo,

las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación

del prójimo (Cf. St 5,20), la intercesión de los santos

y la práctica de la caridad "que cubre multitud de pecados"

(1 P 4,8).  


 La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos

de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio

y la defensa de la justicia y del derecho (Am 5,24; Is 1,17),

por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos,

la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen

de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación

de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa

de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús

es el camino más seguro de la penitencia (Cf. Lc 9,23).  



Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente 
y su alimento en la Eucaristía, pues

en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven

de la vida de Cristo; "es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales"

(Cc. de Trento: DS 1638).  


 La lectura de la Sagrada Escritura, la oración de la Liturgia

de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto

o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión

y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.  


 Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma,cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial

de la Iglesia (Cf. SC 109-110; ? CIC can. 1249-1253;

CCEO 880-883).

Estos tiempos son particularmente apropiados para

los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales,

las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).  


 El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús 
en la parábola llamada

"del hijo pródigo", cuyo centro es "el Padre misericordioso"

(Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria,

el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que

el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna;

la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos,

y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas

que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos;

el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante

su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre;

la alegría del padre: todos estos son rasgos propios

del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo

el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve

a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón

de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera

tan llena de simplicidad y de belleza. 


 
VI EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA


Y DE LA RECONCILIACIÓN 
 


 El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de

la comunión con él. Al mismo tiempo,atenta contra

la comunión con  la Iglesia. Por eso la conversión implica

a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia,

que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento

de la Penitencia y de la Reconciliación (Cf. LG 11).  



Sólo Dios perdona el pecado  


 Sólo Dios perdona los pecados (Cf. Mc 2,7). Porque Jesús

es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: "El Hijo del hombre

tiene poder de perdonar los pecados en la tierra"

(Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: "Tus pecados están perdonados" (Mc 2,5; Lc 7,48).

Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere

este poder a los hombres(Cf. Jn 20,21-23) para que

lo ejerzan en su nombre.  


Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como

en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón

y de la reconciliación que nos adquirió al precio

de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder

de absolución al ministerio apostólico, que está encargado

del "ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5,18).

El apóstol es enviado "en nombre de Cristo", y "es Dios mismo" quien, a través de él,exhorta y suplica: "Dejaos reconciliar

con Dios" (2 Co 5, 20).


  

Reconciliación con la Iglesia  


 Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto 
de este perdón: a los pecadores

que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad

del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado

o incluso excluido.

Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite

 a los pecadores a su mesa,más aún, él mismo se sienta

a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora,

a la vez, el perdón de Dios (Cf. Lc 15) y el retorno al seno

del pueblo de Dios (Cf. Lc 19,9).  



 Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder

de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad

de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión

eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: "A ti te daré las llaves

del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra  quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado

en los cielos" (Mt 16,19). "Está claro que también el Colegio

de los Apóstoles, unido a su Cabeza  (Cf. Mt 18,18; 28,16-20), recibió la función de atar y desatar dada a Pedro

(Cf. Mt 16,19)" LG 22).  



Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis

de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien  recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios

lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia

es inseparable  de la reconciliación con Dios.  



El sacramento del perdón  



Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor

de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo

para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave  y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado

la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece

a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar

la gracia  de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como "la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia"

(Tertuliano, paen. 4,2; Cf. Cc. de Trento: DS 1542).  



A lo largo de los siglos la forma concreta, según la cual

la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la reconciliación 

de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio), estaba vinculada a una disciplina

muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante

largos años, antes de recibir la reconciliación.

A este "orden de los penitentes" (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida.

Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados

en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa

continental la práctica "privada" de la Penitencia, que

no exigía la realización pública y prolongada de obras

de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia.

El sacramento se realiza desde entonces de una manera 

más secreta entre el penitente y el sacerdote.

Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración

del sacramento y abría así el camino a una recepción regular

del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves

y de los pecados veniales. A grandes líneas, esta es la forma 

de penitencia que la Iglesia practica hasta nuestros días.


 
 A través de los cambios que la disciplina y la celebración

de este sacramento han experimentado a lo largo de los siglos,

se descubre una misma estructura fundamental.

Comprende dos elementos igualmente esenciales:

por una parte, los actos del hombre  que se convierte

bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición,

la confesiónde los pecados y la satisfacción; y por otra parte,

la acción de Dios por ministerio de la Iglesia. Por medio

del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia en nombre de Jesucristo concede el perdón de los pecados, determina

la modalidad de la satisfacción, ora tambiénpor el pecador

y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecidoen la comunión eclesial.  


 La fórmula de absolución en uso en la Iglesia latina expresa

el elemento esencial de este sacramento: el Padre

de la misericordia es la fuente de todo perdón.

Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua

de su Hijo y el don de su Espíritu,a través de la oración

y el ministerio de la Iglesia:  

Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo

por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó

el Espíritu Santo para la remisión de los pecados,

te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz.

Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre

y del Hijo y del Espíritu Santo (OP 102).  



VII LOS ACTOS DEL PENITENTE 


 "La penitencia mueve al pecador a sufrir todo voluntariamente; en su corazón, contrición;
en la boca, confesión; en la obra toda humildad y fructífera satisfacción"

(Catech. R. 2,5,21; Cf. Cc de Trento: DS 1673) .  



La contrición  


 Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es "un dolor del alma 
y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar"

(Cc. de Trento: DS 1676).  
 Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas,

la contrición se llama "contrición perfecta"(contrición

de caridad).

Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende

la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a

la confesión sacramental

(Cf. Cc. de Trento: DS 1677).  



 La contrición llamada "imperfecta" (o "atrición") es también

un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo.

Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor

de la condenación eterna y de las demás penas con que

es amenazado el pecador.

Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo

de una evolución interior que culmina, bajo la acción

de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo,

por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón

de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo

 en el sacramento de la Penitencia (Cf. Cc. de Trento:

DS 1678, 1705).  



 Conviene preparar la recepción de este sacramento mediante

un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este respecto  se encuentran

en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios

y de las cartas de los apóstoles: Sermón de la montaña

y enseñanzas apostólicas.

(Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ga 5; Ef 4-6, etc.).  



 La confesión de los pecados   


 La confesión de los pecados, incluso desde un punto de vista simplemente humano,
nos libera y facilita nuestra

reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre

se enfrenta a los pecados de que se siente culpable;

asume su responsabilidad y, por ello,se abre de nuevo

a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible

un nuevo futuro.  


 La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye

una parte esencial del sacramento de la penitencia:

"En la confesión, los penitentes deben enumerar todos

los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente,incluso si estos pecados son muy

secretos y si han sido cometidos solamente contra

los dos últimos mandamientos del Decálogo (Cf. Ex 20,17;

Mt 5,28), pues, a veces,estos pecados hieren más gravemente

el alma y son más peligrosos que los que  han sido cometidos

a la vista de todos" (Cc. de Trento: DS 1680):  
Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos

los pecados que recuerdan,no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón

todos los pecados que han cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque `si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina

no cura lo que ignora”

(S. Jerónimo, Eccl. 10,11) (Cc. de Trento: DS 1680).  



Según el mandamiento de la Iglesia "todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe 
confesar al menos una vez al año,

los pecados graves de que tiene conciencia"

(? CIC can. 989; Cf. DS 1683; 1708). "Quien tenga conciencia

de hallarse en pecado grave que no celebre la misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental

a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad

de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado

a hacer un acto de contrición perfecta,que incluye el propósito de confesarse cuanto antes" (? CIC, can. 916; Cf. Cc. de Trento:

DS 1647; 1661; CCEO can. 711). Los niños deben acceder

al sacramento de la penitencia antes de recibir por primera vez

la sagrada comunión (? CIC can.914).  


 Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo,
se recomienda vivamente por la Iglesia (Cf. Cc. de Trento: DS 1680; ? CIC 988,2).

En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda

a formar la conciencia,a luchar contra las malas inclinaciones,

a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. 
Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento,

el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado

a ser él también misericordioso (Cf. Lc 6,36):  

El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa

tus pecados, si tú también te acusas,te unes a Dios.


El hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes  hablar del hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien

lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve

lo que él ha hecho... Cuando comienzas a detestar lo que

has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas

es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes

a la Luz (S. Agustín, ev. Ioa. 12,13).  



La satisfacción

 
 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer

lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido

calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo.

La absolución quita el pecado, pero no remedia todos

los desórdenes que el pecado causó (Cf. Cc. de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar

sus pecados: debe "satisfacer" de manera apropiada o "expiar" sus pecados. Esta satisfacción se llama también "penitencia".


 
 La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta

la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad  y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en

la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios

al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo,

la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar.

Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que,

el Único que expió nuestros pecados (Rm 3,25; 1 Jn 2,1-2)

una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos

de Cristo resucitado,"ya que sufrimos con él" (Rm 8,17; Cf. Cc.

de Trento: DS 1690):  

Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible por medio de Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada,con la ayuda "del que nos fortalece, lo podemos todo" (Flp 4,13). Así el hombre

no tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda "nuestra gloria" está en Cristo... en quien satisfacemos "dando frutos dignos de penitencia" (Lc 3,8) que reciben su fuerza de él,

por él son ofrecidos  al Padre y gracias a él son aceptados por

el Padre (Cc. de Trento: DS 1691).  


 
VIII El ministro de este sacramento



Puesto que Cristo confió a sus apóstoles el ministerio

de la reconciliación

(Cf. Jn 20,23; 2 Co 5,18), los obispos, sus sucesores,

y los presbíteros, colaboradores

de los obispos, continúan ejerciendo este ministerio.

En efecto, los obispos y los presbíteros,

en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder

de perdonar todos los pecados

"en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".  



El perdón de los pecados reconcilia con Dios y también

con la Iglesia. El obispo, cabeza visible de la Iglesia particular,

es considerado, por tanto, con justo título, desde

los tiempos antiguos como el que tiene principalmente

el poder y el ministerio de la reconciliación: es el moderador

de la disciplina penitencial (LG 26).

Los presbíteros,sus colaboradores, lo ejercen en la medida

en que han recibido la tarea de administrarlo

sea de su obispo (o de un superior religioso) sea del Papa,

a través del derecho de la Iglesia (Cf. ? CIC can 844; ?

967-969, ? 972; CCEO can. 722,3-4).  



 Ciertos pecados particularmente graves están sancionados

con la excomunión, la pena eclesiástica más severa,

que impide la recepción de los sacramentos y el ejercicio

de ciertos actos eclesiásticos (Cf. ? CIC, can. 1331; CCEO,

can. 1431. 1434), y cuya absolución, por consiguiente,

sólo puede ser concedida, según el derecho de la Iglesia,

al Papa, al obispo del lugar, o a sacerdotes autorizados

por ellos (Cf. ? CIC can. 1354-1357; CCEO can. 1420).

En caso de peligro de muerte, todo sacerdote, aun el que

carece de la facultad de oírconfesiones, puede absolver

de cualquier pecado (Cf. ? CIC can. 976; para la absolución

de los pecados, CCEO can. 725) y de toda excomunión.  



Los sacerdotes deben alentar a los fieles a acceder

al sacramento de la penitencia y deben mostrarse disponibles

a celebrar este sacramento cada vez que los cristianos

lo pidan de manera razonable (Cf. ? CIC can. 986; CCEO,

can 735; PO 13).  



Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio
del Buen Pastor que busca la oveja perdida,

el del Buen Samaritano que cura las heridas,

del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta,

del justo Juez que no haceacepción de personas y cuyo juicio

es a la vez justo y misericordioso. En una palabra,

el sacerdote es el signo y el instrumento del amor

misericordioso de Dios con el pecador.  
1466 El confesor no es dueño, sino el servidor del perdón

de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse

a la intención y a la caridad de Cristo (Cf. PO 13).

Debe tenerun conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las cosas humanas, respeto

y delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad,

ser fiel al magisteriode la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia su curación y su plena madurez.

Debe orar y hacer penitencia por él confiándolo

a la misericordia del Señor.  



Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio

y el respeto debido a las personas,

la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones

está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas

( ? CIC can. 1388,1; CCEO can. 1456). Tampoco puede hacer

uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida

de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción,

se llama "sigilo sacramental", porque lo que el penitente

ha manifestado al sacerdote queda "sellado"

por el sacramento.  



 
IX Los efectos de este Sacramento


 "Toda la virtud de la penitencia reside en que nos restituye

a la gracia de Dios y nos unecon él con profunda amistad" (Catech. R. 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento 

son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben

el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito

y con una disposición religiosa, "tiene como resultado la paz

y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña

un profundo consuelo espiritual"

(Cc. de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento

de la reconciliación con Dios produce una verdadera "resurrección espiritual", una restitución de la dignidad

y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso

de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).


 
 Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente.

El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna.

El sacramento de la Penitenia la repara o la restaura.

En este sentido, no cura solamente al que se reintegra

en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado

de uno de sus miembros (Cf. 1 Co 12,26).

Restablecido o afirmado en la comunión de los santos,

el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo

de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que

se hallen ya en la patria celestial (Cf. LG 48-50):  
Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene

como consecuencia, por así decir,otras reconciliaciones

que reparan las rupturas causadas por el pecado:

el penitente  perdonado se reconcilia consigo mismo

en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera

la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia

con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación (RP 31).  

1470 En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios,anticipa en cierta manera el juicio

al que será sometido al fin de esta vida terrena.

Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecid

a la elección entre la vida y la muerte,

y sólo por el camino de la conversión podemos entrar

en el Reino del que el pecado grave nos aparta (Cf. 1 Co 5,11;

Ga 5,19-21; Ap 22,15). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia

y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida "y no incurre

en juicio" (Jn 5,24).  




X Las Indulgencias


 La doctrina y la práctica de las indulgencias en la Iglesia

están estrechamente ligadasa los efectos del sacramento

de la Penitencia (Pablo VI, const. ap.

"Indulgentiarum doctrina", normas 1-3). 



Qué son las indulgencias 


"La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal

por los pecados, ya perdonados,

en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones

consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención,distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo

y de los santos".  

"La indulgencia es parcial o plenaria según libere de la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente".  

"Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar

por los difuntos, a manera de sufragio,las indulgencias tanto parciales como plenarias" (? CIC, can. 992-994).  




Las penas del pecado 


Para entender esta doctrina y esta práctica de la Iglesia

es preciso recordar que el pecadotiene una doble consecuencia. El pecado grave nos priva de la comunión con Dios y por ello

nos hace incapaces de la vida eterna, cuya privación se llama

la "pena eterna" del pecado.

Por otra parte, todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que tienen necesidad de purificación, sea aquí abajo, sea después de la muerte,

en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera

de lo que se llama la "pena temporal" del pecado.


Estas dos penas no deben ser concebidas como una especie

de venganza, infligida por Dios desde el exterior, sino como

algo que brota de la naturaleza misma del pecado.

Una conversión que procede de una ferviente caridad puede llegar a la total purificación del pecador, de modo que

no subsistiría ninguna pena (Cc. de Trento: DS 1712-13; 1820).  



 El perdón del pecado y la restauración de la comunión

con Dios entrañan la remisión de las penas eternas del pecado. Pero las penas temporales del pecado permanecen.

El cristiano debe esforzarse, soportando pacientemente

los sufrimientos y las pruebas de toda clase y, llegado el día, enfrentándose serenamente con la muerte, por aceptar

como una gracia estas penas temporales del pecado;

debe aplicarse, tanto mediante las obras de misericordia

y de caridad, como mediante la oración y las distintas

prácticas de penitencia, a despojarse completamente

del "hombre viejo" y a revestirse del "hombre nuevo" (Cf. Ef 4,24).  




En la comunión de los santos  


 El cristiano que quiere purificarse de su pecado y santificarse con ayuda de la gracia 
de Dios no se encuentra sólo

. "La vida de cada uno de los hijos de Dios está ligada

de una manera admirable, en Cristo y por Cristo, con la vida

de todos los otros hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, como en

una persona mística" (Pablo VI, Const. Ap. "Indulgentiarum doctrina", 5).  



En la comunión de los santos, por consiguiente,

"existe entre los fieles -tanto entre quienes ya son bienaventurados como entre los que expían en el purgatorio

o los queperegrinan todavía en la tierra - un constante vínculo

de amor y un abundante intercambio

de todos los bienes" (Pablo VI, Ibíd.). En este intercambio admirable, la santidad de uno aprovecha a los otros, más allá

del daño que el pecado de uno pudo causar a los demás.

Así, el recurso a la comunión de los santos permite al pecador contrito estar antes y más eficazmente purificado de las penas del pecado.  



 Estos bienes espirituales de la comunión de los santos,

los llamamos también el tesoro de la Iglesia, "que no es suma

de bienes, como lo son las riquezas materiales acumuladas

en el transcurso de los siglos, sino que es el valor infinito

e inagotable que  tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de Cristo nuestro Señor, ofrecidos para que la humanidad quedara libre del pecado y llegase a la comunión con el Padre. Sólo en Cristo, Redentor nuestro, se encuentran en abundancia las satisfacciones y los méritos de su redención (Cf. Hb 7,23-25; 9, 11-28)" (Pablo VI, Const. Ap. 

"Indulgentiarum doctrina", Ibíd.).  



"Pertenecen igualmente a este tesoro el precio verdaderamente inmenso, inconmensurable 
y siempre nuevo que tienen

ante Dios las oraciones y las buenas obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos que se santificaron

por la gracia de Cristo, siguiendosus pasos, y realizaron

una obra agradable al Padre, de manera que, trabajando en

su propia salvación, cooperaron igualmente a la salvación

de sus hermanos en la unidad del Cuerpo místico"

(Pablo VI, Ibíd.).  



Obtener la indulgencia de Dios por medio de la Iglesia  


 Las indulgencias se obtienen por la Iglesia que, en virtud

del poder de atar y desatar que le fue concedido por

Cristo Jesús, interviene en favor de un cristiano y le abre

el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos para obtener

del Padre de la misericordia la remisión de las penas

temporales debidas por sus pecados. Por eso la Iglesia

no quiere solamente acudir en ayuda de este cristiano, sino también impulsarlo a hacer a obrasde piedad, de penitencia

y de caridad (Cf. Pablo VI, Ibíd. 8; Cc. de Trento: DS 1835).  



 Puesto que los fieles difuntos en vía de purificación

son también miembros de la misma comunión de los santos, podemos ayudarles, entre otras formas, obteniendo para ellos indulgencias, de manera que se vean libres de las penas temporales debidas por sus pecados.  




 XI La celebracion del Sacramento de la reconciliacion
 


 Como todos los sacramentos, la Penitencia es una acción litúrgica.

Ordinariamente los elementos de su celebración son: saludo

y bendición del sacerdote, lectura de la Palabra

de Dios para iluminar la conciencia y suscitar la contrición,

y exhortación al arrepentimiento; la confesión que reconoce

los pecados y los manifiesta al sacerdote; la imposición

y la aceptación de la penitencia; la absolución del sacerdote; alabanza de acción de gracias y despedida con la bendición

del sacerdote.  



 La liturgia bizantina posee expresiones diversas de absolución, en forma deprecativa,
que expresan admirablemente

el misterio del perdón: "Que el Dios que por el profeta Natán perdonó a David cuando confesó sus pecados, y a Pedro cuando lloró amargamente y a la pecadora cuando derramó lágrimas sobre sus pies, y al publicano, y al pródigo,que este mismo Dios, por medio de mí, pecador, os perdone en esta vida y en la otra

y que os haga comparecer sin condenaros en su temible

tribunal. El que es bendito por los siglos de los siglos. Amén.".  



 El sacramento de la penitencia puede también celebrarse

en el marco de una celebración comunitaria, en la que

los penitentes se preparan a la confesión y juntos dan gracias

por el perdón recibido. Así la confesión personal de los pecados

y la absolución individual están insertadas en una liturgia

de la Palabra de Dios, con lecturas y homilía, examen

de conciencia dirigido en común, petición comunitaria del perdón, rezo del Padrenuestro y acción de gracias en común. Esta celebración comunitaria expresa más claramente

el carácter eclesial de la penitencia. En todo caso, cualquiera

que sea la manera de su celebración, el sacramento de

la Penitencia es siempre, por su naturaleza misma,

una acción litúrgica, por tanto, eclesial y pública (Cf. SC 26-27).  



En casos de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria 
de la reconciliación con confesión general

y absolución general. Semejante necesidad grave puede presentarse cuando hay un peligro inminente de muerte

sin que el sacerdote o los sacerdotes tengan tiempo suficiente para oír la confesión de cada penitente.

La necesidad grave puede existir también cuando, teniendo

en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales

en un tiempo razonable, de manera que los penitentes,

sin culpa suya, se verían privados durante largo tiempo

de la gracia sacramental o de la sagrada comunión.


En este caso, los fieles deben tener, para la validez

de la absolución, el propósito de confesar  individualmente

sus pecados graves en su debido tiempo (? CIC can. 962,1).

Al obispo diocesano corresponde juzgar si existen

las condiciones requeridas parala absolución general

(? CIC can. 961,2). Una gran concurrencia de fieles con ocasión

de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen

por su naturaleza ocasiónde la referida necesidad grave.  



"La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo
ordinario para que los fieles

se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que

una imposibilidad física o moral excuse de este modo

de confesión" (OP 31).

Y esto se establece así por razones profundas. Cristo actúa

en cada uno de los sacramentos.

Se dirige personalmente a cada uno de los pecadores:

"Hijo, tus pecados están perdonados"

(Mc 2,5); es el médico que se inclina sobre cada uno

de los enfermos que tienen necesidadde él (Cf. Mc 2,17) para curarlos; los restaura y los devuelve a la comunión fraterna.

Por tanto, la confesión personal es la forma más significativa

de la reconciliación con Dios y con la Iglesia.